"TODOS TE BUSCAN" Mc 1,37

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EL CRISTIANO VIVE «EN CRISTO»

EL CRISTIANO VIVE «EN CRISTO»
Antonio Orozco
Arvo.net
Actualización 30.07.2009
«Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia [...] Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos […] Cristo vive en el cristiano. La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa.»  (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, núm. 102)
El cristiano vive en Cristo. Entendemos aquí cristiano en su sentido pleno, es decir, aquel que habitualmente vive en Cristo. Muchos cristianos creen en Cristo, siguen algunas de sus huellas, guardan algunos de sus Mandamientos, pero no viven en Cristo. Nos proponemos exponer, dentro de los límites de este artículo en qué consiste la vida del cristiano normal, prescindiendo de si es o no corriente. Concretamente, nos referiremos a su vivir en Cristo. ¿Qué significa propiamente vivir en Cristo? ¿Cómo vive Cristo en el cristiano? ¿Cómo el cristiano vive en Cristo?  Las consecuencias prácticas, realmente ininventariables, de esta cuestión tan fundamental, tan vital, para cualquier cristiano, no las podremos abordar. El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica es en todo caso un instrumento utilísimo..
 La verdad fundamental de la fe cristiana es el hecho de la resurrección de Jesucristo. Cristo murió, es verdad, pero no ha muerto: ha resucitado. Cristo vive. Es un hecho históricamente tan documentado o más que el que más. Si los historiadores profesionales contasen para cualquier hecho acaecido en el siglo primero de nuestra era, con tanta documentación como hay de la muerte y resurrección de Cristo, no dudarían en reconocerlo a pies juntillas como rigurosamente fehaciente.
Cristo murió, es verdad, pero no ha muerto: ha resucitado. Es un hecho históricamente tan documentado como o más que el que más. Si los historiadores profesionales contasen para cualquier evento acaecido en el siglo primero de nuestra era, con tanta documentación como hay de la muerte y de la vida de Cristo tras la muerte, no dudarían en reconocerlo a pies juntillas.
Los cuatro Evangelios nos dan noticia de lo que costó a los discípulos admitir el hecho de la resurrección. Suresistencia es para nosotros una buena razón para creer; es una muestra de su poca afición a montar espectáculos y a fabricar mitos. Los hechos y verdades sobrenaturales que hoy nos cuestan creer, también les costó a aquellos testigos de hace veinte siglos. No eran más crédulos, más torpes, o más dados a fantasías que nosotros. En la primera ocasión pensaron que se trataba de lo que nosotros llamamos un “fantasma” (un producto de la imaginación), un ser irreal. La Historia comprueba que admitieron la resurrección y la divinidad de la doctrina de Jesús por la fuerza de los hechos – no solo vistos sino palpados, comprobados empíricamente-, no por la lógica de las ideas o de la historia.
 Los Apóstoles y demás discípulos fieles a Jesús, después de su muerte, a los tres días -no hay tiempo para mitos o fantasías-, ya están convencidos, creen: saben que Cristo vive. Lo han visto. Y después de la Ascensión al Cielo, no sólo siguen creyendo que vive, sino que además, están convencidos de que permanece con ellos de modo tan misterioso como real. No como el maestro permanece en los discípulos, no como Platón o Aristóteles «viven» en sus escritos y en la memoria de los estudiosos; no como el amado muerto pervive en el amante vivo; sino de una manera singular y absolutamente nueva, como una persona vive «en» otra persona viva. Es decir, como sólo una persona divina puede vivir «en» una persona creada: sin dañarla, ni alterarla sustancialmente, ni suplantarla en modo alguno, dejándola a la vez intacta, pero enriquecida indeciblemente por un principio vital superior no creado, sino creador; en concreto: la misma Vida originaria increada. «Yo soy la Vida», les había dicho Jesús; «el que cree en el Hijo, tiene vida eterna»; no «va a tener», o «tendrá», sino tiene (Jn 3, 13; cf Jn 5, 24;  6, 47; 6, 54). «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

UNA VIDA NUEVA
 Los discípulos, a los pocos días de morir Jesús, comienzan a vivir una vida rigurosamente nueva en el mundo y en la historia: la vida de Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre. Son conscientes de que Cristo vive de un modo superior al de su existencia histórica, porque su Divinidad ha llenado su naturaleza humana, la ha resucitado y la ha glorificado, de tal modo que en su humanidad brota ya una fuente inagotable de vida divina transmisible a sus hermanos los hombres redimidos. Vida divina capaz de vivificar a los muertos del cuerpo y a los muertos del espíritu. «De su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia» (Jn 1, 16).
  Vivificados con la vida de Cristo resucitado, los Apóstoles, sin dejar de ser ellos mismos, son transformados, encendidos con un fuego de amor que viene del espíritu de Cristo. Pablo de Tarso es uno de los grandes testigos de esa nueva vida que vive en todo fiel cristiano: «vivo yo, pero no yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). No se trata de un caso extraordinario; les dice a los fieles romanos: «así también daos cuenta de que vosotros mismos estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6, 11). «Cristo está en vosotros» (Rom 8, 10.11; Ef 2, 5). «Cristo es vuestra vida» (Col 3, 4) .
  ¿Qué significa vivir «en Cristo»?
 ¿Cuál es el alcance de este «en» (vosotros en Cristo, Cristo en vosotros) que Pablo escribe 164 veces en sus Cartas? El alcance permanece entre los velos del misterio, porque ese estar Cristo en mí y yo en él, no es una realidad sensible, ni siquiera «natural»; es de naturaleza superior, «sobrenatural», pero - preciso es subrayarlo- tan real, o más si cabe, que todo lo natural, como «más real» es la Vida divina que cualquier vida creada.
 Cristo mismo nos ofrece una alegoría que nos aproxima al misterio: «Yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos» (cf Juan 16, 4 ss). Por los sarmientos corre la misma sabia de la vid, que los vivifica y les da capacidad de dar frutos riquísimos. Ellos no son la vid y, a la vez, de algún modo lo son. El fiel cristiano no es idéntico a Cristo, pero en cierta real manera se identifica con Él, porque lo mejor de su vida está «escondida con Cristo en Dios», es vida «en Cristo», porque Cristo es realmente «su vida»; es, el origen de la vida sobrenatural que diviniza el espíritu del cristiano y aún su cuerpo. Más que el enamorado de una criatura, el bautizado en Gracia de Dios, puede decir a Cristo: «¡vida mía!», porque Él no sólo es el Amor supremo, origen de todo amor puro; no sólo es «otra vida», de la que estoy en-amorado, sino que ha venido a estar «en mí», para cumplir el deseo nunca cabalmente realizado del amor entre criaturas, de tal manera que somos «dos en uno». Permanecen su identidad y la mía, somos dos, pero a la vez somos una sola vida, la Suya.
 Se cumple el deseo del amor divino, que encuentra su maravillosa realización en la unidad de Dios Trino: el Padre y el Hijo son dos personas y una sola esencia o naturaleza, un solo Dios. «yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14, 20), dice el Señor. No es exactamente lo mismo, es imposible, pero el punto de comparación que pone al hablar de cómo Él está «en el cristiano», es nada menos que su modo de estar «en» su Padre, es decir, la Unidad de la Trinidad.


 Inmanencia mutua


 Hay una inmanencia mutua entre Cristo y los fieles. Inmanencia es una palabra poco corriente en la conversación ordinaria, pero mucho en las obras de Teología y Filosofía. No es difícil de entender: «in-manente», significa que algo «está-dentro» (in) de alguna otra realidad. Hay una palabra hermana que utilizamos más a menudo: «per-manente», con la que nos referimos a algo que persiste, que sigue estando donde estaba. El sufijo «per» indica continuidad; el sufijo «in», significa interioridad. Lo «inmanente» a algo está «dentro» de ese algo. En el sentido más material, una piedra es inmanente en el fondo de un lago, porque sin ser lo mismo que el lago está dentro del lago, y suponemos que de un modo estable: es inmanente al lago y permanece en el lago. Nuestras ideas o conceptos son «inmanentes» a nuestra mente; sólo están en nuestra mente. La idea de árbol está sólo en mi mente. El árbol real, en cambio, está ahí, fuera de mi mente: por eso lo llamo «transcendente»: está más allá de los límites de mi mente. Pues bien, el cristiano es en Cristo y Cristo en el cristiano. ¿Cómo? No solo al modo en que lo conocido está en el cognoscente, ni como está la piedra al fondo del lago. Es un modo misterioso por el que hay realmente una mutua inmanencia del espíritu de Cristo en el espíritu del cristiano. Cabe decir: el Yo de Cristo está en mi yo.
Cristo traspasa todos los muros
En la inminencia de su muerte y resurrección, Jesús dijo a los apóstoles una frase misteriosa: «Me voy y vuelvo a vuestro lado» (Jn 14,28). El Santo Padre comentaba durante la pasada Vigilia Pascual que «Morir es partir…», el que muere marcha a lo desconocido; su cuerpo permanece pero nosotros no podemos seguirle (cf. Jn 13,36). «Pero en el caso de Jesús existe una novedad única que cambia el mundo. En nuestra muerte el partir es una cosa definitiva, no hay retorno. Jesús, en cambio, dice de su muerte: ‘Me voy y vuelvo a vuestro lado’. Justamente en su irse, él regresa. Su marcha inaugura un modo totalmente nuevo y más grande de su presencia. Con su muerte entra en el amor del Padre. Su muerte es un acto de amor. Ahora bien, el amor es inmortal. Por este motivo su partida se transforma en un retorno, en una forma de presencia que llega hasta lo más profundo y no acaba nunca. En su vida terrena Jesús, como todos nosotros, estaba sujeto a las condiciones externas de la existencia corpórea: a un determinado lugar y a un determinado tiempo. La corporeidad pone límites a nuestra existencia. No podemos estar a la vez en dos lugares diferentes. Nuestro tiempo está destinado a acabarse. Entre el yo y el tú está el muro de la alteridad. Ciertamente, amando podemos entrar, de algún modo, en la existencia del otro. Queda, sin embargo, la barrera infranqueable del ser diversos. Jesús, en cambio, que a través del amor ha sido transformado totalmente, está libre de tales barreras y límites. Es capaz de atravesar no sólo las puertas exteriores cerradas, como nos narran los Evangelios (cf. Jn 20, 19). Puede atravesar la puerta interior entre el yo y el tú, la puerta cerrada entre el ayer y el hoy, entre el pasado y el porvenir. […] Su partida se convierte en un venir en el modo universal de la presencia del Resucitado, en el cual Él está presente ayer, hoy y siempre; en el cual abraza todos los tiempos y todos los lugares. Ahora puede superar también el muro de la alteridad que separa el yo del tú. Esto sucedió con Pablo, quien describe el proceso de su conversión y Bautismo con las palabras: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20). Mediante la llegada del Resucitado, Pablo ha obtenido una identidad nueva. Su yo cerrado se ha abierto. Ahora vive en comunión con Jesucristo, en el gran yo de los creyentes que se han convertido – como él define – en “uno en Cristo” (Ga 3, 28).
«Ingeniería creadora»
«Yo vivo, pero no soy yo, antes es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Sorprendente afirmación, absurda sería en otra fuente y en cualquier otra religión. No se trata de una sustitución que equivaldría a la muerte. Sucede que mi intimidad es real porque Dios la ha creado y continúa dándome el ser. Por eso no hay para Él un cercado de subjetividadimpenetrable. Cristo, por ser Dios, puede entrar en el cercado íntimo de una subjetividad ajena y actuarla por dentro, operando por las facultades de ella, de tal modo que no sólo no menoscaba la personalidad, sino que la refuerza. Esuna obra de «ingeniería» creadora y redentora que alcanza lo más hondo e inexcrutable del yo humano. De no ser así la redención no sería estrictamente perfecta, la justificación –santificación- no podría ser plena, Dios no habría llegado a la altura de su poder.
 Pienso en la situación del estomatólogo cuando ha de desvitalizar una pieza. Ha de alcanzar y limpiar por dentro hasta el último fondo de la raíz. Además, en nuestro asunto, se ha de infundir no una prótesis dental sino vida de la propia vida, rigurosamente sana e incontaminada, la vida de Cristo que viene hecho «vida mía».
 El Infinito posee virtual y eminencialmente las perfecciones de todas las personalidades reales y posibles, conoce las sendas de todos los corazones y actúa en ellos sin alterar sus fibras, robusteciendo toda potencia y toda originalidad. Esta excelencia, que a Dios sólo incumbe, la poseía ya Cristo antes de la Resurrección; pero la mantenía inoperante en espera del día en que la muerte y la resurrección le darían el reinado efectivo sobre los corazones.
 Ahora, al hacerse «vida mía» robustece toda la personalidad, no sólo en energía vital, sino también en el sentido de la originalidad. Así – escribe Carlos Cardó- yo, poseído por Cristo, soy más que yo solo. Yo vivo real y poderosamente, como que soy yo y muy de veras; pero en este yo, sin menoscabarlo y sin entorpecerlo, está viviendo Cristo. He aquí la nueva espiritualidad de Cristo resucitado; comporta una sutileza infinitamente más fina y más fuerte que la que permitía a Jesús pasar a través de las puertas cerradas. En efecto: ¿qué puerta hay más cerrada que la intimidad del corazón, que la vitalidad intransferible? Cristo resucitado la penetra hasta la identidad de la persona, para venir a renovar el yo, que es naturalmente irrenovable. Perdidos estaríamos si no fuera por este poder; sin él la redención habría sido inútil y nuestra regeneración fuera imposible. Esto había prometido Jesús: « Quien me ama guardará mi palabra; y el Padre le ama e iremos El en Él permaneceremos» (Jn 14, 23). La corrupción no estaba limitada a nuestra conducta externa; aunque dejando a salvo la naturaleza, alcanzaba el yo interior, la punta extrema del espíritu de la que mana la orientación de la vida, la intención calificadora de los actos, por la que está sellada toda la vida moral. Hasta aquí baja el Resucitado, como portador de las otras dos Personas divinas; para elevar en cierto modo alhombre hasta el límite mismo del orden hipostático.»
Al resucitar, también la naturaleza humana de Cristo se ha transformado,  sin dejar de ser humana se ha espiritualizado. Es capaz de atravesar todas las puertas. Puede introducir su «psicología» en nuestra «psicología», su perspectiva de Logos hecho carne, su sabiduría de perfecto Dios y su sabiduría de hombre perfecto, su humildad, su generosidad, su magnanimidad, su fortaleza, en fin, su amor ilimitado hasta a los propios verdugos…
Enraizados en la misma identidad
Benedicto XVI insiste año tras año a los recién bautizados: «ésta es la realidad del Bautismo: Él, el Resucitado, viene, viene a vosotros y une su vida a la vuestra, introduciéndoos en el fuego vivo de su amor. Formáis una unidad, sí, una sola cosa con Él, y de este modo una sola cosa entre vosotros. En un primer momento esto puede parecer muy teórico y poco realista. Pero cuanto más viváis la vida de bautizados, tanto más podréis experimentar la verdad de esta palabra. Las personas bautizadas y creyentes no son nunca realmente ajenas las unas para las otras. Pueden separarnos continentes, culturas, estructuras sociales o también acontecimientos históricos. Pero cuando nos encontramos nos conocemos en el mismo Señor, en la misma fe, en la misma esperanza, en el mismo amor, que nos conforman. Entonces experimentamos que el fundamento de nuestras vidas es el mismo. Experimentamos que en lo más profundo de nosotros mismos estamos enraizados en la misma identidad, a partir de la cual todas las diversidades exteriores, por más grandes que sean, resultan secundarias. Los creyentes no son nunca totalmente extraños el uno para el otro. Estamos en comunión a causa de nuestra identidad más profunda: Cristo en nosotros. Así la fe es una fuerza de paz y reconciliación en el mundo: la lejanía ha sido superada, estamos unidos en el Señor (cf. Ef2, 13).»
Cristo en el cristiano
 Muy grabadas quedaron en la mente de Pablo las palabras de Jesús, camino de Damasco: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues» (Act 9, 24). Hay una identidad tal entre Cristo y el cristiano que todo lo que se hace a un cristiano se hace a Cristo: «En verdad os digo que cuantas veces hicisteis esto a uno de mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
 No hay que pensar -al tratar de la inmanencia mutua entre Cristo y el cristiano-, en una especie de «absorción» o aniquilamiento de la personalidad del cristiano. ¡Cómo podría aniquilarla quien la ha creado a su imagen y semejanza, para la eternidad! Lo que quiere es salvarla y glorificarla con la misma gloria del Hijo unigénito del Padre. Dios es precisamente el creador de las personas con sus modos de ser y con su libertad intransferible. Cuanto mayor es la unión con Cristo, más vigorosas, íntegras y distintas aparecen las personalidades de los santos. En Cristo todo es ganancia y se alcanza tanto la más auténtica y real liberación como la personalidad más plena.
 La incorporación a Cristo, lejos de ser pérdida es ganancia. Al extremo de que, como dice Tomás Aquino, «el Bautismo nos incorpora a la Pasión y Muerte de Cristo, de tal manera que la Pasión de Cristo, en la que cada persona bautizada tiene una parte, es para todos un remedio tan efectivo como si cada uno hubiese sufrido y muerto él mismo» (S. Th. III, 69, 2)
 Co-resucitados
Por eso Pablo puede decir que por el Bautismo hemos muerto-con Cristo, y hemos sido con-sepultadoscon-resucitados con Cristo y co-sentados con El a la diestra del Padre (cf Rom 6, 3-14). El Apóstol ya se ve sentado con Cristo junto al Padre: «aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos dio vida juntamente en Cristo... y nos resucitó con El, y nos hizo sentar sobre los cielos en la Persona de Jesucristo» (Ef 2, 56)
 Como es fácil de comprender, la incorporación del cristiano a Cristo es y sólo puede ser libre, por lo mismo que Dios jamás anula la libertad ni nos da bien alguno que no queramos. Hay que querer creer, para que mediante la fe, Cristo viva en nosotros. Él, subrayando la libertad, les pide, casi suplica, a los suyos: «Permaneced en mí y yo en vosotros» (Jn 15, 4). Si la permanencia no fuera libre, vano sería forzar a ello.
 Así, pues, Cristo vive no sólo en la Gloria y en la Eucaristía, sino también en el cristiano que libremente decide pasar por la Puerta que es Cristo mismo: «Yo soy la puerta» (Jn 10, 7.9). En la puerta de entrada se encontrará con Cristo presente en el sacramento del Bautismo y, después, en los demás sacramentos, remedio para cada necesidad; de modo eminente en el sacramento de la Eucaristía; también en la oración litúgica, en el Sacrificio Eucarístico y en el sacrificio que implica el crecimiento en las virtudes necesarias para el cumplimiento acabado de la sapientísima y amorosa voluntad del Padre celestial.
 Todo es posible para el que cree
 Todo es posible cuando viviendo la vida de Cristo, también la santidad de vida, a la que Él por cierto nos llama. Y no debiéramos tenerlo por excesivo, puesto que Él ha depositado en nuestro espíritu su Espíritu, capaz de dar vista a los ciegos, movimiento a miembros paralíticos, capacidad de resucitar muertos.
  Cristo Jesús ha elevado nuestra naturaleza hasta una altura insospechada: «lo que es el hombre quiso ser Cristo, para que el hombre pudiera llegar a ser lo que es Cristo» (San CiprianoDe idol. van., c. II). Y San Agustín, más audaz dice: «Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios» (Sermo 13 de temp.). Siendo esto así, no habríamos de dudar, como no dudaron Santiago y Juan, cuando Jesús les preguntó si se creían capaces de recorrer el mismo camino que Él se disponía a andar; ellos respondieron sin vacilación: ¡Podemos!